sábado, 7 de noviembre de 2015

Sobre héroes y tumbas (Fragmento)..... Ernesto Sabato

 Sobre héroes y tumbas (Fragmento)..... Ernesto Sabato


“...Patria! ¿La patria de quién? Habían llegado por millones de las cuevas de España, de las miserables aldeas de Italia, de los Pirineos. Parias de todos los confines del mundo, hacinados en las bodegas pero soñando: allá les espera la libertad, ahora no serían más bestias de carga. ¡América! El país mítico donde el dinero se encontraba tirado en las calles. Y luego el trabajo duro, los salarios miserables, las jornadas de doce y catorce horas. Ésa había sido finalmente la verdadera América para la inmensa mayoría: miseria y lágrimas, humillación y dolor, añoranza y nostalgia. Como niños engañados con cuentos de hadas y llevados a la esclavitud. Y entonces ellos, o sus hijos, dirigían sus miradas a otras utopías, a tierras futuras de las que hablaban libros violentos y a la vez llenos de ternura por ellos, por los miserables; libros que les hablaban de tierra y libertad, y los empujaban a la revuelta. Y entonces mucha sangre corrió en las calles de Buenos Aires, y muchos hombres y mujeres y hasta niños de esos infelices murieron en 1905, en 1908, en 1910. ¡El Centenario de la Patria! ¿De la patria de quién?, se preguntaba Carlos con una mueca irónica y dolorida. No había patria, ¿no lo sabía yo? Había el mundo de los amos y el mundo de los esclavos. ¡Pan y libertad!, gritaban obreros venidos de cualquier parte, mientras los señores, aterrorizados y furiosos, lanzaban la policía y el ejército sobre aquella turbamulta. Y así más sangre y entonces más huelgas y manifestaciones y nuevamente atentados y bombas. Y mientras el hijo del señor estudiaba en algún liceo de Suiza o de Inglaterra o de Francia, el hijo de aquel obrero sin nombre trabajaba en los frigoríficos por cincuenta centavos al día, se volvía tuberculoso en las cámaras frías y finalmente agonizaba en anónimos e inmundos hospitales. Y mientras aquel otro muchacho leía a Keats y Baudelaire, este otro descifraba con dificultad, como Carlos en ese momento, algún texto de Malatesta o Bakunin; y algún niño llamado Roberto Arlt aprendía en las calles el sentido general de la existencia humana. Hasta que estalló la Gran Revolución. ¡La Edad de Oro estaba próxima! ¡De pie los pobres del mundo! El Apocalipsis de los Poderosos. Y nuevas generaciones de muchachos pobres y de estudiantes inquietos o disconformes leyeron a Marx y Lenin, a Gorki y Kropotkin. Y uno de ellos era aquel Carlos, que ahora yo vuelvo a ver, como si lo tuviera delante de mí, como si no hubieran pasado treinta años, deletreando aquellos libros, empecinado y ansioso. Se me aparece ahora como un símbolo de aquel colapso del 30, cuando, con el derrumbe de sus templos de Wall Street, la religión del Progreso Indefinido empezó a llegar a su término. Quebraban cadenas de imponentes bancos, grandes industrias se hundían, decenas de millones se suicidaban. Y la crisis de la metrópoli de aquella arrogante religión laica se extendía en violentos maremotos hasta las regiones más remotas del planeta......”


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